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(Vatican News).- La Biblia describe la historia humana como una tensión entre la promesa de la vida eterna y la realidad de la muerte. Israel, con su fidelidad e infidelidad, encarna esta lucha, permaneciendo en perpetua búsqueda de la tierra prometida. San Pablo habla del hombre como de un moribundo que vive (2 Cor 6,9), expresando la paradoja de la existencia.
Entre los profetas, Ezequiel describe esta condición en la visión del valle de los huesos secos (Ez 37): Israel aparece como un cementerio al aire libre, privado de vida y de esperanza. Dios ordena al profeta que hable a los huesos, los cuales se juntan y se revisten de carne, pero permanecen sin vida hasta que su Espíritu sopla sobre ellos.
Esta visión no se refiere sólo al regreso del exilio, sino que refleja la condición humana: a menudo existimos sin vivir realmente. Los huesos secos simbolizan la “primera muerte”, la interna, que se manifiesta en miedo, apatía y pérdida de esperanza. Esto es lo que les pasó a Adán y Eva después del pecado: su cuerpo estaba vivo, pero separado de Dios.
Sólo el Espíritu de Dios puede restaurar la vida auténtica. Sin embargo, existe también una “segunda muerte”, a menudo entendida como la condenación eterna, pero que también puede verse como la muerte biológica. Aquellos que ya han superado la primera muerte – es decir, el miedo, el egoísmo y la ilusión de control – afrontan la segunda sin terror. Lo expresa San Francisco de Asís en el Cántico del Hermano Sol, alabando a quienes acogen la muerte en Dios.
El Apocalipsis afirma que «el que venza no sufrirá daño de la muerte segunda» (Ap 2,11): quien vive en la fe y en la esperanza puede atravesarla sin ser aplastado por ella. La visión de Ezequiel nos enseña que la resurrección comienza ahora: Dios no espera nuestra muerte para darnos la vida eterna, sino que la ofrece ya en el presente, si acogemos su Espíritu.
La verdadera pregunta es: ¿queremos permanecer como huesos secos o dejarnos reanimar por la vida verdadera?
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