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(Vatican News).- La parábola del Juicio Final, narrada en el Evangelio de Mateo y representada en el famoso fresco de Miguel Ángel, se interpreta comúnmente como un llamado a la caridad. Sin embargo, un análisis más atento revela una perspectiva sorprendente: no se trata de un juicio en el sentido tradicional, sino de una afirmación que revela la realidad ya vivida por cada persona. El criterio de acceso al Reino no es la afiliación religiosa, sino el amor concreto hacia los hermanos más jóvenes, que, en la perspectiva evangélica, representan a los discípulos de Cristo. La responsabilidad de los cristianos no es, pues, principalmente hacer el bien, sino permitir que otros lo hagan.
Además, la parábola cambia el sentido común del juicio: tanto los justos como los malvados muestran asombro ante las palabras del Rey, señal de que el bien realizado en ellos fue experimentado de manera natural e inconsciente. Esto sugiere que el acceso a la vida eterna no depende del desempeño moral, sino de la capacidad de vivir en el amor sin cálculos.
El Catecismo afirma que, al final de los tiempos, el Reino de Dios se manifestará plenamente, transformando la humanidad y el cosmos en «nuevos cielos y nueva tierra» (CEC 1042-1044). Esta esperanza tiene su raíz en la promesa de Cristo, que nos llama a vivir ya ahora en esta perspectiva, sin ansiedad de rendimiento, sino con la confianza de que es Dios mismo quien transforma nuestra humanidad a su imagen y semejanza, según ese plan de amor que es desde el principio.
Jesús anunció la vida eterna no como una realidad futura y lejana, sino como una condición ya accesible a quienes escuchan su palabra y creen en el Padre (Jn 5,24). El Evangelio nos invita a reconocer que la vida eterna ya ha comenzado: se manifiesta en nuestro modo de vivir y de amar, abriéndonos a la presencia transformadora de Dios. La verdadera sorpresa del juicio final será descubrir que Dios no tenía expectativas de nosotros, más allá de reconocernos plenamente como hijos suyos, inmersos ya en su eternidad.
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