La economía del Vaticano según León XIV en el libro de Elise A. Allen
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"Quien sirve a Dios se libera de la riqueza, pero quien sirve a la riqueza queda esclavizado por ella"
León XIV celebró la eucaristía en la iglesia de Santa Ana en el Vaticano, regentada por los agustinos y, en la homilía, glosó el evangelio del domingo, recordando que "la Iglesia reza para que los gobernantes de las naciones sean libres de la tentación de utilizar la riqueza contra el hombre, transformándola en armas".
Tras advertir de que "la sed de riqueza corre el riesgo de ocupar el lugar de Dios en nuestro corazón", el Papa Prevost denuncia, una vez más, que "pueblos enteros se ven hoy aplastados por la violencia y aún más por una indiferencia desvergonzada, que los abandona a un destino de miseria".
Homilía del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas, me complace especialmente presidir esta Eucaristía en la parroquia pontificia de Santa Ana. Saludo con gratitud a los religiosos agustinos que prestan aquí su servicio, en particular al párroco, el P. Mario Millardi, así como al Prior General de la Orden de San Agustín.
Esta iglesia se encuentra en una ubicación especial, que es también clave para el ministerio pastoral que se lleva a cabo en ella: de hecho, estamos, por así decirlo, «en la frontera», y ante Santa Ana pasan todos los que entran y salen de la Ciudad del Vaticano. Hay quienes pasan por trabajo, quienes como huéspedes o peregrinos, quienes con prisa, quienes con inquietud o serenidad. Que cada uno pueda experimentar que aquí hay puertas y corazones abiertos a la oración, a la escucha, a la caridad.
A propósito, el Evangelio que acaba de ser proclamado nos invita a examinar con atención nuestro vínculo con el Señor y, por tanto, entre nosotros. Jesús plantea una alternativa muy clara entre Dios y la riqueza, pidiéndonos que tomemos una posición clara y coherente. «Ningún siervo puede servir a dos señores», por lo que «no podéis servir a Dios y a la riqueza» (cf. Lc 16,13). No se trata de una elección contingente, como tantas otras, ni de una opción revisable con el tiempo, según las situaciones. Hay que decidir un verdadero estilo de vida. Se trata de elegir dónde poner nuestro corazón, de aclarar a quién amamos sinceramente, a quién servimos con dedicación y cuál es realmente nuestro bien.
Por eso Jesús contrapone precisamente la riqueza a Dios: el Señor habla así porque sabe que somos criaturas indigentes, que nuestra vida está llena de necesidades. Desde que nacemos, pobres y desnudos, todos necesitamos cuidados y afecto, un hogar, comida, ropa. La sed de riqueza corre el riesgo de ocupar el lugar de Dios en nuestro corazón, cuando creemos que es ella la que salva nuestra vida, como piensa el administrador deshonesto de la parábola (cf. Lc 16,3-7). La tentación es esta: pensar que sin Dios podríamos vivir bien de todos modos, mientras que sin riqueza estaríamos tristes y afligidos por mil necesidades. Ante la prueba de la necesidad nos sentimos amenazados, pero en lugar de pedir ayuda con confianza y compartir con fraternidad, nos sentimos impulsados a calcular, a acumular, volviéndonos sospechosos y desconfiados hacia los demás.
Estos pensamientos convierten al prójimo en un competidor, en un rival o en alguien de quien sacar provecho. Como advierte el profeta Amós, aquellos que quieren hacer de la riqueza un instrumento de dominio están deseando «comprar con dinero a los indigentes» (Am 8,6), explotando su pobreza. Por el contrario, Dios destina los bienes de la creación a todos. Nuestra indigencia como criaturas atestigua entonces una promesa y un vínculo, de los que el Señor se ocupa personalmente. El salmista describe este estilo providencial: Dios «se inclina para mirar los cielos y la tierra»; Él «levanta del polvo al débil, del basurero levanta al pobre» (Sal 113,6-7). Así se comporta el Padre bueno, siempre y con todos: no solo con los pobres en bienes terrenales, sino también con la miseria espiritual y moral que aflige tanto a los poderosos como a los débiles, a los indigentes como a los ricos.
La palabra del Señor, de hecho, no contrapone a los hombres en clases rivales, sino que exhorta a todos a una revolución interior, una conversión que comienza en el corazón. Entonces se abrirán nuestras manos: para dar, no para arrebatar. Entonces se abrirán nuestras mentes: para proyectar una sociedad mejor, no para buscar negocios al mejor precio. Como escribe san Pablo: «Recomiendo, ante todo, que se hagan peticiones, súplicas, oraciones y acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y por todos los que están en autoridad» (1Tm 2,1). Hoy, en particular, la Iglesia reza para que los gobernantes de las naciones sean libres de la tentación de utilizar la riqueza contra el hombre, transformándola en armas que destruyen a los pueblos y en monopolios que humillan a los trabajadores. Quien sirve a Dios se libera de la riqueza, pero quien sirve a la riqueza queda esclavizado por ella. Quien busca la justicia transforma la riqueza en bien común; quien busca el dominio transforma el bien común en presa de su propia codicia.
Las Sagradas Escrituras arrojan luz sobre este apego a los bienes materiales, que confunde nuestro corazón y distorsiona nuestro futuro. San Agustín capta bien el intento evangélico al comentar la figura del administrador deshonesto: con gran diligencia, «providenciaba para una vida que debe terminar, ¿y tú no quieres providenciar para la eterna?» (Discurso 359/A, 10). ¡Ojalá fuéramos tan rápidos y solícitos en seguir el ejemplo de Cristo, haciendo la voluntad de Dios!
Queridos hermanos, os doy las gracias porque, de diversas maneras, colaboráis en mantener viva la comunidad de esta parroquia y ejercéis también un generoso apostolado. Os animo a perseverar con esperanza en un tiempo seriamente amenazado por la guerra. Pueblos enteros se ven hoy aplastados por la violencia y aún más por una indiferencia desvergonzada, que los abandona a un destino de miseria. Ante estos dramas, no queremos ser sumisos, sino anunciar con la palabra y con las obras que Jesús es el Salvador del mundo, Aquel que nos libera de todo mal. Que su Espíritu convierta nuestros corazones para que, alimentados por la Eucaristía, tesoro supremo de la Iglesia, podamos convertirnos en testigos de la caridad y de la paz.
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