"Parece que Jesús sugiere que la identidad nace de la carencia, no de la posesión"
"La parábola es una representación dramática y teatral de la desigualdad. Y de su consecuencia última: el abismo"
"Parece que Jesús sugiere que la identidad nace de la carencia, no de la posesión"
Dos hombres, dos mundos. Uno viste de púrpura y lino finísimo. El otro está cubierto de llagas y yace en el suelo. El primero festeja cada día, el segundo sueña con las migajas.
Las primeras líneas de esta parábola bastan para crear una geometría despiadada: arriba y abajo, dentro y fuera, saciado y hambriento. Sin comentarios morales. Sin denuncias. Solo la descripción seca de dos destinos paralelos que no se tocan. Los dos destinos del mundo.
El rico no tiene nombre: es el anonimato de la opulencia. Basta con saber que es de marca, que es una masa informe de quienes aman la forma y los focos. Para Jesús es uno cualquiera. El pobre, en cambio, tiene un nombre: se llama Lázaro. Parece que Jesús sugiere que la identidad nace de la carencia, no de la posesión. Que el rostro se esculpe en la necesidad, no en las cremas bronceadoras.
Lázaro yace ante la puerta. No llama, no habla, no molesta. Está ahí. Es una presencia muda, visible e ignorada. Solo los perros se fijan en él. Y le lamen las llagas. Animales impuros, pero compasivos, misericordiosos. Una inversión: las bestias ven lo que el hombre no ve.
Luego el tiempo se rompe: los dos mueren. Pero no, no acaba todo así. Solo cambia el escenario, que ahora es el del más allá. Sentimos el aire movido por las alas de los ángeles que llevan a ese pobre hombre junto a Abraham, es decir, al paraíso. El rico, en cambio, es enterrado y ahora se encuentra en el infierno, entre los tormentos. Nadie lo ha llevado allí: ha ido a parar solo. El que estaba arriba ahora está abajo. El que estaba abajo, ahora está arriba. El mundo se invierte especularmente.
El rico levanta los ojos y ve a Lázaro. Es la primera vez que realmente lo mira, que lo ve. Y lo reconoce. Pero no lo llama por su nombre. Ni siquiera parece sorprendido por el cambio del que forma parte. Habla con Abraham, como si Lázaro siguiera siendo un siervo, y él no se fía de los siervos. Se dirige a Abraham, ahora «poderoso» en el más allá, con tono lastimero: «Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y me refresque la lengua, porque sufro terriblemente en esta llama».
Abraham responde con calma: «Hijo, recuerda que en la vida tú recibiste tus bienes, y Lázaro, sus males; pero ahora él es consolado, y tú estás atormentado». La púrpura y los harapos, la fiesta y las migajas. Y luego, claro como una navaja: «Entre nosotros y vosotros se ha fijado un gran abismo». Cae el telón sobre el abismo.
El rico había construido un abismo entre él y el pobre Lázaro. Ahora, en el más allá, nada ha cambiado. El abismo está ahí. El rico no está condenado por crueldad, sino por indiferencia. La parábola es una representación dramática y teatral de la desigualdad. Y de su consecuencia última: el abismo, la imposibilidad del encuentro cuando el corazón se ha acostumbrado a mirar y no ver.
Las cortinas que están a punto de cerrarse sobre el abismo son retenidas por un instante por la mano del rico, que sigue dirigiéndose a Abraham (nunca directamente al pobre): ¡que ordene a Lázaro que vaya a advertir a sus cinco hermanos! ¡Que les dé una señal! Que los amoneste severamente, para que no terminen también ellos en el tormento. Pero Abraham no se deja conmover. Parece inflexible. Y responde secamente: «Tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen». El rico insiste: «¡Pero no, no basta! ¡Debe haber un efecto escénico: alguien que resucite de entre los muertos y haga un espectáculo que los asuste de muerte!». Abraham concluye: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco se dejarán convencer por el espectáculo de un muerto resucitado». Se bajan las cortinas, se apagan las luces.
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