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Para entender el Pueblo de Dios hay que ser pueblo, como Jesús
En tiempos donde la espiritualidad corre el riesgo de ser nuevamente secuestrada por los algoritmos del decoro, hay personajes cuyo recuerdo nos devuelven la fe en lo imprevisible, la “marca” de Dios. Dos de ellos, curiosamente, venían de barrios humildes, cargaban con cicatrices visibles, y tenían un radar moral que muchos teólogos enmoquetados en salones vaticanos a los cuales llegaron con años de carrerismo, jamás lograrán afinar.
Uno era el papa Francisco. El otro, un genio del fútbol. Ambos, símbolos de un pueblo herido que, precisamente por estar herido, no perdió la capacidad de sentir al “modo pueblo”, como ese “Jesús del madero que caminaba en la mar”, que se conmovía de corazón con la gente sencilla por más que fueran pecadores.
Francisco y Maradona tenían algo en común que la moral burguesa nunca entenderá: la herida como lugar de revelación. No hablamos de la típica frase cursi de autoayuda y de resiliencias enlatadas de moda, tipo “las cicatrices nos hacen fuertes”. No. Hablamos de un dolor real, existential, que desnuda la ilusión de autosuficiencia y abre la puerta a una fe que no se aprende en seminarios, sino en la intemperie de la vida.
Francisco sobrevivió a una neumonía que lo dejó con un pulmón tocado y en su vida sacerdotal también conoció el descarte y el destierro. Sin esta experiencia no hubiera sido el mismo papa…o no hubiera sido papa. Maradona sobrevivió —o intentó sobrevivir sin éxito— a sus propios demonios. Y, sin embargo, ambos desarrollaron una brújula ética orientada hacia el otro descartado e ignorado, el que no cotiza en la Bolsa de la moral neoliberal, tan próxima a la aporofobia y tan lejos del Reino de los Cielos.
En cambio, el mundo burgués —no tanto como clase social, sino como actitud espiritual— sigue emperifollado con sus buenas costumbres y su teología de la apariencia y el selfie. Son los que colocan costosos crucifijos en las paredes, pero ignoran al Cristo vivo en el inmigrante que duerme bajo un puente. Son los que cuelan el mosquito del escándalo sexual, pero se tragan camellos enteros de injusticia estructural. Jesús los denomina “sepulcros blanqueados”. Francisco prefería hablar de “cristianos de salón”. El mensaje era el mismo.
Maradona, por su parte, fue una especie de santo laico. No porque haya sido virtuoso —no lo fue, y eso lo hace más nuestro— sino porque encarnó el drama y la gloria del pueblo como nadie. El Diego había salido económicamente de la villa miseria pero ésta no se había ido de su corazón lastimado por la pobreza profunda. Su funeral no fue solo una despedida: fue un acto de redención colectiva, un grito de los de abajo recordándole al mundo que sus héroes también se caen... pero siguen siendo nuestros.
¿Y Francisco? No vino a calmar las aguas. Vino a agitarlas y “hacer lío”. Mientras algunos esperaban un Papa diplomático, él se reveló como un provocador evangélico. Rescató al profetismo del olvido. Lavó los pies de migrantes, abrazaba a los deformes, visitaba cárceles, y soltaba frases que hacen temblar a los acartonados: “Prefiero una Iglesia accidentada a una enferma por encerrarse”. “¿Quién soy yo para juzgar?”, “El diablo entra por el bolsillo”. Nadie puede acusarlo de tibieza. La Curia temblaba cada vez que agarraba el micrófono. De “la abundancia de su corazón hablaba su boca” (Mt 12,34)
Francisco incomodaba. A los conservadores les parecía un hereje disfrazado de Papa. A los progresistas, a veces, un revolucionario a medio camino. Y eso es lo fascinante: su tensión, su ambivalencia, su humanidad. Porque, como Jesús y como Francisco de Asís, elegía estar en el barro, no en los museos, al lado de la vida con sus irregularidades, no del cálculo con su tiranía de lo “políticamente correcto”. Su teología del Pueblo era vivida, no de biblioteca.
Francisco no era un papá Noel bonachón, combatió el clericalismo que usa la religión para ocupar puestos de poder, desvirtúa la misión de la Iglesia y es el responsable de todas las grandes rupturas de la Iglesia (ortodoxos, protestantes, modernidad, etc).
Viejo "zorro" jesuita, sabía de antemano que no los iba a convencer usando zapatos rojos de Prada, pero tenía cintura política para aflojar a tiempo sin renunciar a los "procesos". Tenía claro que su misión era animar al Pueblo en la fe, no "tranquilizar a las elites", ni siquiera algunas eclesiásticas que rezaban para que se muriera.
Muchos todavía no lo entienden. ¿Cómo es que un Papa que habla de misericordia también podía chocar con su propia Curia? ¿Cómo es que abrazaba a los pobres, pero no cambiaba toda la doctrina? Porque la coherencia de Francisco no era darles gusto a todos, sino en recordarnos a todos —de izquierda y de derecha, laicos y clérigos— que el Evangelio no es una doctrina decorativa. Es un artefacto explosivo en manos de los humildes.
Al final, lo que une a Maradona y a Francisco era su capacidad de habitar la grieta. No la grieta política (aunque incomoden a todos), sino la grieta existencial, esa fisura por donde se cuela Dios, cuando todo lo demás falla. Ellos, como todos los que son "pueblo", llevan en el corazón una herida que les hace "comprender" y estar más cerca de Dios y los demás.
Esa herida abierta que no se cura con recetas ni con sermones, sino con presencia. Ellos evocan la percepción de la Gracia de otro herido serial de la vida que fue Ch. Peguy: “las peores miserias, porque las peores bajezas, las torpezas y los crímenes, porque el mismo pecado, son a menudo grietas en la armadura del hombre, defectos en la coraza, en la coraza de la dureza del hombre, por los que puede penetrar la Gracia. Mas sobre la coraza inorgánica de la costumbre todo resbala, y toda espada rebota”. (Oeuvres en prose complète, p.1388)
Quizás sea eso lo que más irrita al mundo burgués: que estos dos íconos —uno con sotana, el otro con botines— nos recuerden que Dios no vive en la torre de control ni es controlado por los técnicos de lo sagrado, sino en la tribuna popular, como un “eternauta” que la única salvación que concibe es solidariamente. Que el Reino no se edifica con dogmas asépticos, sino con manos sucias y corazones rotos que se reconocen.
poliedroyperiferia@gmail.com
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