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Los intríngulis del cónclave: alianzas, planes y la esperada ascensión de Prevost
El cónclave que iba a decidir el futuro de la Iglesia universal comenzó con el guión previsto: incertidumbre, estrategias en la sombra y una primera votación de tanteo, en la que los 133 cardenales electores dispersaron sus votos entre una decena de nombres, muchos de ellos sin posibilidad real. Es el clásico “voto en depósito”, ese primer movimiento que sirve para medir fuerzas y no desvelar las cartas antes de tiempo, mientras cada bando calibra sus apoyos y prepara la jugada definitiva para la votación seria del día siguiente.
La mañana del jueves fue, sin duda, la de Parolin. El secretario de Estado, arropado por el partido curial y la élite diplomática, se presentó como el candidato del aparato, del orden y del control. Pero, aunque sumó una base sólida de entre 40 y 50 votos, se topó con el techo infranqueable de los 89 necesarios para ser Papa.
La curia, fiel a su estilo, no improvisó: tenía preparado un plan B, tan descarado como público. Por la tarde, el partido romano-curial se volcó con Luis Antonio Tagle, el “Francisco filipino”, soñando con un tándem en el que Tagle sería el párroco global y Parolin el secretario de Estado plenipotenciario, al estilo de Sodano en tiempos de Juan Pablo II.
Pero ni siquiera la operación Tagle logró romper el techo de cristal. El cónclave, más fluido y más francisquista que nunca, no se dejó arrastrar por los viejos equilibrios. Así, la curia pasó a la operación C: negociar con Robert Francis Prevost, el cardenal norteamericano-peruano de madre española, con alma pastoral y excelente gestor financiero, ofreciéndole el apoyo necesario. ¿A cambio de la Secretaría de Estado para Parolin? Lo sabremos con el paso de los días.
Aquí entró en juego el grupo sinodal, liderado por Omella y reforzado por nombres como Rossi, Castillo, Fernández, Chomali, Hollerich y Grech, muchos de ellos jóvenes y sin experiencia en cónclaves, pero con una visión clara: apostar por un perfil que conjugue el impulso sinodal y la solvencia económica. El Vaticano arrastra un déficit crónico de unos 90 millones de euros y necesita, más que nunca, reequilibrar sus cuentas y atraer donativos, especialmente de Estados Unidos, donde está el músculo financiero de la Iglesia global. Los Museos Vaticanos y el Óbolo de San Pedro no bastan para cubrir los gastos de la Curia, y el Fondo de Pensiones enfrenta un futuro incierto.
Prevost, conocido por su habilidad como gestor, se presentó como el hombre capaz de reequilibrar la balanza de pagos y atraer donativos, especialmente de Estados Unidos, donde se concentra la mayor riqueza católica. Los cardenales, conscientes de que sin “pasta” no hay misión, vieron en él una solución práctica para llenar las arcas vaticanas sin renunciar a la pastoral de las reformas y del Sínodo.
El sector rigorista, por su parte, también terminó confluyendo sobre Prevost, no tanto por entusiasmo sino por rechazo a Parolin y por priorizar la fe (aunque sea la de Trento) sobre los intereses de la maquinaria curial.
Así, en un giro esperado, el cardenal Prevost tocó el cielo: el outsider que supo sumar el voto sinodal, el rigorista y el pragmático, y que representa la síntesis entre la Iglesia que sueña con el futuro y la que necesita gestionar el presente. Y la primavera continúa...porque nadie puede pararla, cuando viene en alas del Espíritu.
León XIV era uno de los delfines de Francisco, no en vano el difunto Papa le confió nada menos que la ‘fábrica’ de los obispos, fundamental para llevar adelante la primavera eclesial. Un símbolo de la Iglesia universal que Francisco soñó. Otra de las batallas que Bergoglio gana después de muerto, sin hacer ruido, como consumado político que era. De Francisco a León y sigue la primavera.
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