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"La única respuesta coherente es la disolución definitiva del Instituto del Verbo Encarnado"
Cuando la Santa Sede prohibió al Instituto del Verbo Encarnado (IVE) admitir nuevos novicios, no fue un gesto menor: se trató de una medida extrema frente a los abusos, el control totalitario y la manipulación psicológica que pesan sobre esta congregación. El mensaje era inequívoco: sin noviciados, no hay nuevos religiosos.
Pero el IVE nunca se ha caracterizado por la obediencia. Al contrario, ha hecho de la trampa su método de supervivencia. Esta vez, su invento roza el grotesco: admiten a los candidatos directamente en el primer año de filosofía, con la promesa de que el noviciado lo harán dentro de tres años, justo cuando –según ellos– habrá terminado la prohibición del Vaticano.
El plan es simple: mientras dura la sanción, los jóvenes no son “novicios”, sino “estudiantes de filosofía”. Y cuando se levante la prohibición, se los hace pasar por el noviciado formal, como si los tres años anteriores no hubiesen contado. En la práctica, la filosofía se convierte en un noviciado encubierto, un limbo que mantiene cautivos a los aspirantes y asegura la cantera del instituto.
El problema es evidente: canónicamente, sus votos no serán válidos. El noviciado es requisito indispensable para profesar. Pero al IVE eso no le importa: lo que interesa es retener a los jóvenes, adoctrinarlos y moldearlos en obediencia ciega, aunque todo sea jurídicamente inválido.
Para cerrar el círculo, les dicen que el noviciado llegará después de los tres años de filosofía—precisamente cuando, según el IVE, expirará la prohibición vaticana—convirtiendo la sanción en una mera pausa técnica sin efectos reales sobre el reclutamiento.
La jugada revela una hipocresía de doble filo:
El IVE ha convertido la obediencia fingida en una especialidad. Cada medida disciplinaria se cumple solo en apariencia:
En todos los casos, el patrón se repite: obediencia verbal, desobediencia real.
Este fraude es, en el fondo, una jugada de viveza argentina: retorcer la ley, encontrar la grieta, doblar las reglas sin romperlas del todo. Del otro lado, el comisario pontificio —un español atrapado en plazos, informes y burocracias— parece avanzar con una lentitud exasperante, casi ingenua, frente a la picardía calculada del instituto.
El contraste es brutal: mientras el IVE maniobra con reflejos de supervivencia y una astucia rayana en el cinismo, el comisario responde con expedientes diplomáticos. Resultado: gana el IVE, pierde Roma.
El truco del “noviciado diferido” no es una solución, sino una burla. Es la confirmación de que el IVE no busca formar religiosos para la Iglesia, sino soldados leales a su propia causa, aunque para ello deban mentir, manipular y desobedecer.
La pregunta es cuánto tiempo más soportará Roma este juego de máscaras. Porque mientras la Iglesia titubea, el IVE consolida su dominio. Y la conclusión se impone sola: frente a la viveza criolla, las medidas tibias no sirven. La única respuesta coherente es la que ya muchos dentro y fuera de la Iglesia reclaman: la disolución definitiva del Instituto del Verbo Encarnado.
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