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El próximo miércoles celebramos la solemnidad de la Virgen de la Merced, que es patrona de la ciudad de Barcelona, de nuestra archidiócesis y de las diócesis hermanas de Sant Feliu y de Terrassa.
Esta fiesta y la historia de la Orden de la Merced nacieron en nuestra ciudad, el 10 de agosto del año 1218, en un acto celebrado en la catedral, que contó con el apoyo del rey Jaime I y del obispo Berenguer de Palou. Aquel acto y la continuidad de la obra que de él nació siguen siendo hoy un ejemplo de la fecundidad de la piedad mariana en favor de nuestro pueblo, y en especial de sus sectores más vulnerables y pobres.
En una de las páginas del libro Esperanza, que es la autobiografía del papa Francisco, este dice que «unir a Cristo y a María no es ciertamente difícil para la manera de pensar del pueblo fiel». Realmente, María nos remite a Jesús. Así lo vemos, por ejemplo, en las bodas de Caná, cuando María propone a los que sirven el vino que hagan lo que Jesús les diga. Esta unión se mantuvo hasta el final. María estuvo siempre al lado de Jesús, lo acompañó hasta el pie de la cruz.
El papa León dice de María que es la memoria viviente de Jesús, el pilar de la primera comunidad cristiana, el polo de atracción que armoniza a los seguidores de Jesús. También destaca que María, madre de la Iglesia, sostiene el ministerio de todos los sucesores de Pedro (cf. Homilía en la fiesta de la Bienaventurada Virgen María, madre de la Iglesia, del 9 de junio de 2025).
Estoy seguro de que san Pedro Nolasco y los caballeros que lo acompañaban en el nacimiento de la Orden Mercedaria eran muy conscientes del valor que tenía poner en manos de santa María la obra al servicio de la redención de los cautivos en tierras extranjeras, que eran los más pobres entre los pobres de aquel tiempo. La historia de nuestra ciudad queda identificada con la sensibilidad y la atención hacia las personas que sufren la exclusión y las esclavitudes de todos los tiempos.
Barcelona, gracias a la Virgen de la Merced, es una ciudad que no se encierra en sí misma, en sus propios problemas, sino que mira hacia todo el Mediterráneo, vive atenta al sufrimiento de los más desfavorecidos que allí malviven y promueve la fraternidad entre todos los pueblos del Mare Nostrum.
Como ya decía hace diez años, en mi primera homilía en la fiesta de la Virgen de la Merced, sigo pidiendo a la Virgen que proteja a los barceloneses y a todos los catalanes. Le pido que nos ayude a caminar con esperanza y a estar dispuestos a abrazar a todos los hermanos para construir una sociedad más fraterna, más humana; una sociedad más abierta a Dios y a la vida eterna.
Santa María, Madre y Abogada nuestra, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Confiamos en ti y nos ponemos bajo tu protección. Quienes han acudido a ti, han implorado tu asistencia y reclamado tu auxilio, nunca han sido desamparados por ti. Señora y Madre nuestra, Princesa de Barcelona, protege tu ciudad. Amén.
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